Tuesday, December 26, 2006

Partir es vivir un poco

Ahora que estoy a punto de dar un cambio importante al irme de mi país Chile y establecerme en otro país, me empieza a invadir poco a poco la sensación de libertad propia de quienes buscan una renovación.

Hay que creer en los ciclos. Las cosas nacen, se desarrollan y van muriendo poco a poco. La vida es así. Me acuerdo de la bellísima película Princess Mononoke, en donde el Espíritu del Bosque está encarnado en un alce con rostro humano y mirada fija. Él encarna la vida, el poder de darla y de quitarla. No hay una sin la otra. Entonces, su presencia es tan grandiosa que a cada paso que da, el suelo bajo su huella da luz a pasto y flores, que en un segundo nacen, crecen y mueren. La vida de las cosas tiene en sí misma el sello de su muerte, y el del renacimiento bajo otra forma.

A riesgo de sonar hinduísta, nada de lo que muere se pierde. Si una etapa me marcó a fuego, puedo quemar todas mis naves con ese mismo poder que abrasa. Pero la memoria no deja de existir. Graba las inscripciones de lo vivido más allá de lo que uno quisiera tolerar. Los recuerdos se le suben a los hombros a uno como niños malcriados, como ropajes insostenibles. Y llega un momento en que toca renovarse, volver a tener el espacio para hacer otros recuerdos que lo pongan a uno de nuevo cara a cara con uno mismo.

A fines de enero parto a Italia, país que me va a acoger por algunos años. Para mi es una especie de viaje al pasado, considerando que en mi sangre hay rastros que huelen a esas tierras, aunque la mia sea otra, más meridional, más tímida, más pobre y orgullosa. La identidad de la sangre es algo que finalmente hay que aceptar como uno acepta los gestos y forma de caminar que no puede ocultar, que lo acompañan a uno a donde vaya, como mi propia sombra. Una presencia pasiva que no se cansa de gritarte en el espejo que hay deudas que no se pueden pagar, sino aceptando lo que uno es, huesos y alma.

Yo estoy contento de pensar que en mi vida he cruzado varios ríos Rubicón, y que me esperan otros más aún. Es más, creo que no podría vivir en esta piel si no los buscara activamente. Lo que a algunos es un signo de inseguridad, para mi es todo lo contrario. Quiero tener la seguridad de conocer más cosas, de poner a prueba mi capacidad para entender otro lugar, de ampliar las ventanas de mi comprensión. Borges decía que uno conoce otra gente y otros lugares, y que el valor que ello tiene consiste en que se transforman en espejos que reflejan la condición humana y que finalmente le permiten a uno conocerse mejor a sí mismo.

Quiero atesorar todo lo que soy, quiero recordar siempre que desde la roca de mi identidad miro serpentear los ríos que me esperan, las batallas que debo librar, los placeres que me aguardan agazapados como fieras dóciles. Y con esa fortaleza robarle al mundo otra tajada de sus misterios.

Navidad

Dentro de toda la alegría y buenos sentimientos que abundan en estas fechas, de vez en cuando se escucha el comentario de que hay algunos que en vez de alegrarse en estas fechas, tienden a deprimirse. Alguien podría pensar, cómo es esto posible, considerando que para la mayoría de los mortales la navidad es motivo de los sentimientos más nobles y alegres. Pues bien, en este blog me permito ofrecer una explicación personal del fenómeno, ya que yo soy también uno de esos que encuentra la Navidad deprimente.

Y para empezar, no sé si llamarlo depresión. Es una sensación más bien como de angustia, de sin razón. A medida que se acerca la última semana del año empieza una catarsis colectiva en la que todo el mundo comienza a comportarse de una forma determinada, repitiendo exactamente lo del año anterior, sin detenerse a pensar en los motivos que llevan a ello. Y lo que es más grave aún: sin pensar siquiera en si hay alguna alternativa al frenesí navideño.

Puede una persona con lazos familiares y de amistad más o menos normales, abstraerse de entrar en la espiral de regalos y saludos de navidad? La respuesta es evidentemente negativa, ya que la ausencia de los detalles mínimos de preocupación dadivosa por el otro es sinónimo de despreocupación y puede llevar al exilio social. Para aquellos como quien escribe, que gozan del contacto con otras personas, es un costo demasiado alto.

Entonces no hay alternativa. No hay más remedio que asumir la condición de ser social y comprar regalos, saludar a todos y participar del rito. Hasta ahora he logrado plantar una bandera de independencia en mi negativa a enviar tarjetas de navidad, que en las actuales circunstancias no es poco. La angustia causada por la inevitabilidad del rito social no buscado tiene al menos algunos bálsamos aliviadores.

Pero estamos en el frenesí. Y como las personas tienen la antiquísima costumbre de siempre justificar sus actos por un bien o una idea superior, en este caso la navidad se arropa con una serie de frases hechas que en la mañana del 26 de diciembre ya se han archivado para el año siguiente. "El verdadero sentido de la Navidad", "compartir con los seres queridos", "noche de paz y amor" son el leit motiv de estas fechas, y la gente y las empresas de publicidad, y las grandes multitiendas las repiten hasta el cansancio hasta finalmente convertirlas en una moneda gastada, que de tanto ser usada ya se ha borrado de su faz toda inscripción y contenido. Y en medio de este concierto extraño, la Iglesia Católica trata de pasar su discurso, aunque ya pocos la escuchen, como el dueño de casa que se ve sobrepasado por invitados revoltosos e incómodos.

Pero todo esto, que es en sí mismo un poco deprimente, no es la razón más importante para explicar por qué la Navidad me entristece.

Este año 2006 he estado pensando bastante en esto. Y la conclusión a la que he llegado es que con todos sus discursos más bien vacíos de contenido, las navidades tratan de forma superficial los sentimientos que uno tiene hacia otras personas. Y de paso trata de medirlo en la forma de saludos, regalos, etc. Y en este mundo, tal como está, siempre queda la sensación de nada es suficiente, porque los sentimientos son siempre mucho, pero mucho mayores y más complejos que lo que se puede expresar en un día y a través de un regalo (o muchos regalos). Al final es una bacanal de personas que al final de un año estresante tienen que volcarse a las calles a comprar regalos de una manera frenética, por puro compromiso social, ausente de toda su significación religiosa original. Todos chantajeados por un discurso de poca monta sobre la amistad y el amor. Como si un regalo caro pudiera hacernos sentir mejor para expresar un sentimiento. Nada de eso es suficiente. Es como tratar de hablar bajo el agua, como tomar sopa con un tenedor, como tapar el dedo con un sol, como (para ponerme más bíblico) vaciar el mar con un balde. Simplemente no es la forma de asumir todas las cosas que se supone la navidad "realmente significa".

Por eso, como alguien que se ve negativamente afectado por estas fechas fastas, quiero proponer algo que deje felices a todos. Eliminemos definitivamente y para siempre la navidad de los calendarios. Que el 25 de Diciembre pase a ser un día totalmente normal. A cambio de eso, propongo una mini-navidad todos los meses del año, digamos el primer domingo de cada mes. En esta nueva tradición, las personas se reúnen con sus familias y seres queridos y comparten tiempo juntos. Los regalos son totalmente opcionales. De hecho pueden comprarse regalos cuando quieran, sin importar la fecha. Y expresar sus sentimientos cuando quieran, sin recurrir a lugares comunes ni a tarjetas de navidad redactadas de forma industrial. Expresar lo que es específico a cada persona, sin cursilerías. Predicando con el ejemplo y no con conductas autómatas de sociedad cansada e incapaz de mirarse a si misma.

Sería demasiado bueno, tan bueno que hasta creo que ya me siento menos deprimido...