El día era luminoso, y a pesar de las indicaciones un poco confusas del tránsito en Italia, finalmente llegamos a Paestum. Uno tiene que hacer abstracción del hecho de que todos, absolutamente todos los grandes centros arqueológicos de Italia están ahora consagrados al turismo. Tienda tras tienda de souvenirs nos indicaron que ya estabamos llegando. No obstante este exceso de comercio, el lugar es sobrecogedor. Paestum se extiende sobre un terreno llano en el que crece vigorosamente un pasto corto y homogéneo, dando al lugar una sensación de pradera campestre, lejos de representar la bullante ciudad que algún día fue.
La ciudad sin embargo se aprecia bien inmediatamente cuando surgen frente a uno los templos y las columnas, extraordinariamente bien conservadas, como un rebaño dormido de enormes bestias de piedra. La majestuosidad está ahí, la imaginación no tiene que hacer ningún trabajo para darse cuenta que uno está paseando por el centro de una ciudad griega, donde el culto a los dioses ocupaba los grandes edificios, que junto a su funciòn sacra probablemente eran también el lugar predilecto de sus habitantes para celebrar y conversar, para discutir y hacer política, para lamentar las derrotas y también para sufrir los saqueos de los enemigos en momentos de desgracia y desventura.
El tiempo se nos hacía poco y no pudimos pasar al Museo que está totalmente dedicado a exponer las reliquias y hallazgos arqueológicos del lugar. Hecho este descargo, debo decir que la información que se ofrece en medio de las ruinas y templos es mínima, y uno debe apoyarse en cualquier folleto que pueda comprar en las inmediaciones para entender mejor lo que está viendo.
Dimos media vuelta en el auto y deshicimos el camino, pasando esta vez sin detenernos por Salerno. Nos habían hablado mucho de la costa amalfitana, como uno de los lugares más bellos de Italia, que no es poco decir. Y la comprobación del hecho llega rápido. Inmediatamente despúes de Salerno se llega a un lugar maravilloso que se llama Vetri Sul Mare, una pequeña plaza que como todas las construcciones de la zona parece que se ahogara en la inmensidad del mar. Uno no se puede esconder del océano en la costa amalfitana. Lo sigue a uno a todas partes, como un ojo azul que llora espuma y se queja con su oleaje tranquilo.
Lo que sigue es una serie de pueblos, cada uno más bello que el otro. Los caminos que suben por las laderas de las empinadas costas de la región parecen talladas por las olas mismas, entregándole a los hombres simplemente la tarea de construir las casas que se arremolinan en multitudes como peces en una red para ver un poco del azul del horizonte.
Agazapado detrás de una curva del camino está Amalfi. Lo que vi fue un lugar de una belleza única, con una historia riquísima, donde se pueden pasar días de vacaciones inolvidables. Pero también es como una fortaleza invadida por extraños, que sacan fotos a todo lo que se mueva o parezca antiguo, y que compran todo lo que simbolice el lugar, en su distorsionada visión de las cosas y cargando todos los lugares comunes y simplificaciones que se ven en la televisión y en las películas de Hollywood. La belleza del lugar hace olvidar todo esto y ayuda a abandonarse en la admiración de la iglesia, en la cúspide de una monumental escalinata, donde descansan los restos del Apóstol Andrés. En una inscripción en piedra en la puerta principal de acceso al pueblo, dice que en el día del juicio final, para los amalfitanos que se vayan al cielo, va a ser un día como cualquier otro. Pretencioso, aunque lo entiendo.
Lo mismo se puede decir de Positano. Leo que el lugar fue un próspero puerto hasta el siglo XVIII, pero que con posterioridad cayó en un período de decadencia del cual no se pudo recuperar nunca. A principios del siglo XX los habitantes, en su mayoría pescadores, comenzaron a emigrar debido a la pobreza por la que estaban atravesando. Muchos se fueron a Estados Unidos. Sólo a mediados de los años 1950 Positano volvió a ser un centro de actividad, gracias al turismo, que ha ido sólo en aumento. Uno de sus primeros promotores fue el escritor norteamericano John Steinbeck, que describió sus bellezas, con lo que convenció a sus coterráneos de visitarlo.
El fin de este viaje por la costa amalfitana termina en Sorrento. Sólo el nombre recuerda canciones napolitanas y a un vivir relajado. Sorrento está en la vertiente norte de la pequeña península. Lo primero que llama la atención es que todo se ve mucho más real que en todos los otros pueblitos. Aquí se ve la presencia humana, la contaminación, la basura y las personas que viven y trabajan. El centro de Sorrento es una delicia. Con plazas y castillos al borde del mar es un lugar encantador. Sin embargo, despunta rápidamente el problema: es un lugar saturado, de autos, de personas, de ruidos. Cuando estabamos saliendo, ya en camino a Nápoles y con el Vesuvio a la vista, pude ver una de las filas de autos más grandes que he visto en mi vida. Sorrento es como un remolino de agua, que atrae a todo lo que se mueve, y que sigue tragando personas aunque ya no quepan más.
Ahogado de belleza y de las multitudes, salí de la península amalfitana. El cambio fue rápido y brutal. El Vesuvio (que siempre me ha fascinado) proyecta una sombra oscura que entristece todo a su alrededor. Los carteles de la carretera (ya sin verde, sin mar, sin bellezas) ya comenzaban a indicar que otro tipo de experiencia venía por delante: Nápoles, la antigua ciudad nueva.
(continuará...)