Monday, August 06, 2007

Farewell to Cholo

Los gatos saben lo que quieren. Son criaturas precisas, ágiles para alcanzar los lugares que desean recorrer, pero ahorrativos en sus esfuerzos. Tal vez saben que el próximo salto será aún más grande, que les demandará aún más energía. Y por eso no dudan ni un segundo para aprovechar el rayo de sol que los mecerá en el sueño, como un camino hacia otro mundo. Los gatos duermen mucho, mucho más que nosotros. Y son capaces de despertar y volver a dormir con la misma velocidad con que atrapan su presa, o escapan de una situación desagradable.
Los gatos aparecen de la nada, y desaparecen sin hacer ruido. Un segundo no están, y al siguiente adornan los puntos más altos de los muebles, vigilando su espacio, su territorio. Luego cuando ya ha llegado el momento (ni antes ni después), se retiran con elegancia y decisión. En silencio. El ruido llega luego, desde la cocina, de las patas en la caja de arena o en la comida seca que se pulveriza en sus dientes.
Tienen gestos únicos. Les fascina jugar a atrapar cualquier cosa que se mueva. Las cuerdas los vuelven locos. Sobre todo una cuerda que se mueva frente a ellos, arrastrada por el suelo, puede ser fuente de muchas horas de diversión. A menos que no quieran jugar, en cuyo caso no hay nada que hacer.
Mi gato Cholo le encantaba jugar con mi pie. Los cordones de los zapatos eran un agregado, como un juego dentro del juego. Todo terminaba en un momento de máximo jolgorio y alegría, cuando ya no podía más de felicidad y trataba de atrapar mi pie calzado, él ya de espaldas en el suelo, aferrándolo con todas sus fuerzas, las orejas giradas hacia atras, con sus uñas largas y afiladas y mordiendo, mientras con las patas traseras pegaban pequeñas patadas, como tratando de arañarme. Sé que todos los que han tenido gatos me pueden entender y saben de lo que hablo. Yo muevo el pie como jugando a que mi zapato es la presa que él ha atrapado. El juego termina cuando él decide, suelta todo y se levanta rápido, recuperando su elegancia y ocultando su satisfacción, como si recordara que la naturaleza lo creó bello, único, digno.
Se afilan las uñas con lo que encuentren. Mi departamento sufrió las consecuencias de no tener una alternativa para esta función de primera necesidad, y el papel mural fue hecho añicos. No fue su culpa.
Recogí al Cholo de la sociedad protectora de animales de Nueva Zelandia(SPCA). Tenía seis semanas. Ya entonces se veía un gato ágil y fuerte, dispuesto a jugar con cualquier objeto que estuviera a su alcance. Creció en porte y se transformó en un ejemplar robusto, de pelaje absolutamente negro. Hermoso de no ser por un poco de sobrepeso producto de ser un gato tan urbano, que no conoció mucho de la vida al aire libre, ni de trepar por árboles ni de pasar noches fuera de casa. Una vez lo saqué a la terraza y quedó petrificado. Probablemente no sabía qué hacer con tanto espacio. De vuelta dentro de la casa, comió un poco y se fue a mirar por la ventana, desde donde se entretenía siguiendo con la vista los pájaros que pasaban.
Cuando volví de Nueva Zelandia a Chile, lo dejé en un hotel para gatos, mientras yo me hice un viaje de mochilero por un mes. Lo fui a buscar al aeropuerto en Santiago. Venía en una caja especial, y pensé que podría haber sufrido por el viaje. Sin embargo, luego de los cientos de papeleos en la aduana, lo vi aparecer entre toda la carga aérea en una caja de madera, con una rejilla metálica a un lado y un embudo en el techo de la caja, a través del cual le daban agua. No sé si él me reconoció a mi, pero yo reconocí su maullido sano y feliz, y su negrura dentro de la caja fue la imagen que corroboró el reencuentro.
Tuve que separarme de el para venir a Roma, lo dejé en la casa de mis padres donde tendría más espacio para moverse y para bajar esos kilos de más.
Dicen que los gatos son fríos, incluso traicioneros. Que no demuestran sentimientos ni apego. Esta es una infamia probablemente difundida por las personas que sólo quieren a los perros con sus saltos y su amor incondicional. Los gatos son exactamente iguales. Sólo que el amor de ellos, como el de las personas, no es incondicional. Los gatos saben lo que quieren. Si no quieren jugar, no juegan, por mucho que uno insista. Si uno los obliga a salir de alguna parte o a dejar de hacer algo, se van reclamando. Son temperamentales y no lo ocultan.
A pesar de todo eso, no esconden sus sentimientos. El Cholo me esperaba todos los días cuando yo llegaba del trabajo, y se me metía entre los pies, impidiéndome caminar hasta que lo tomara y le hiciera cariño. Dormía todos los días conmigo. Se acostaba sobre mi, de tal forma que su cara y la mía quedaban frente a frente. Se sentía seguro escuchando el latido de mi corazón, y yo me sentía cómodo con su ronroneo misterioso. Me seguía a todas partes, a la cocina, al living, si me sentaba a ver televisión. Guardando una distancia y siempre en silencio. Hasta que casi fortuitamente decidía saltar a mis piernas y pedirme que le hiciera cariño, debajo del mentón, como le gustaba a él, o sobre la cabeza. Pero estas eran excepciones, casi siempre se tendía a algunos pasos de distancia. A veces yo lo miraba y como si él se sintiera observado, me miraba de vuelta, con un aire de indiferencia y superioridad. Luego de ver que no había nada nuevo de mi parte, alejaba de nuevo la mirada y se perdía en su mundo de cavilaciones felinas. Y para mi se transformaba en esa figura negra en el rabillo de mi ojo. Hasta el día de hoy me engaño de ver un algo negro de reojo (un bolso, una caja), y pienso por un segundo que es él.
De alguna forma el Cholo era un incondicional. Me dio su compañía gatuna incondicionalmente todas las veces que yo quise. Fue incondicionalmente sincero en sus gustos, lo que quería y no quería. No me engañó jamás. Me dio toda la libertad que yo quise. No me llenó de maullidos caprichosos, ni me pidió nada más que comida, agua y un baño limpio. Creo que él y yo nos parecemos en eso, en disfrutar de las cosas buenas de la vida, viviendo con lo mínimo. O tal vez es algo que yo aprendí de él.
Ayer supe que, en un día como cualquier otro, el Cholo tuvo un ataque al corazón y murió de manera fulminante. Me han dicho que la población de gatos en Nueva Zelandia está altamente controlada, por lo que se produce inbreeding, lo que lleva a problemas congénitos, que pienso que explica su temprana muerte a los 6 años de edad.
Sé que su sentido de independencia no le reportó tristeza ni siquiera en los últimos momentos. Yo lo tuve conmigo y el me tuvo consigo, que es probablemente mucho más de lo que muchos gatos y humanos pueden decir. Se fue solo, con su carácter y sus mañas, con sus ojos verdes que se asomaban de en medio de su piel negra, como jugando, siguieno la última cuerda, tratando de atrapar el último rayo de sol y ronroneando para siempre en mi memoria, dormido eternamente en el rabillo de mis ojos.