Tuesday, September 12, 2006

Historias de taxi

Hace un par de meses tomé un taxi a la salida de mi trabajo. Como siempre, hice parar a uno al azar. Me subí, y le indiqué al conductor a dónde iba. Un tipo bastante joven, que para escucharme tuvo la delicadeza de bajar el volumen al reggaeton que hacía zumbar su equipo de amplificación.

Por suerte lo dejó bajo. Suficiente para sostener una conversación. Pero yo no veía qué podíamos tener en común él y yo, un tipo mucho más joven que yo, taxista, amante de los ritmos tropicales. No se me ocurría qué tema podíamos abordar. Con gran naturalidad y espontaneidad, despejó mi duda. Luego de un par de cuadras, levantó los ojos y por el espejo retrovisor me preguntó:

"Le gustan los perros?"

Sin saber bien a dónde se dirigía la pregunta, le respondí que sí, que había tenido un par de perros cuando niño y que en general tenía cierta afinidad con los canes, a pesar de que en mi vida adulta había desarrollado mucha más cercanía con los felinos.

Sin prestar atención a mis introspectivos comentarios, el taxista abrió la guantera y sacó un papel y sin dejar de mirar el camino, me lo pasó por entre los asientos delanteros.

"Éste es mi campeón", me dijo. "Me llamaron para que lo cruzara. Me ofrecían 50 lucas por cruzarlo con una perrita". Vi los ojos del taxista cuando los levantó para mirarme de nuevo por el espejo. Tenían una mezcla de soberbia juvenil y felicidad de encontrar a alguien que escuchara sus historias. "Yo le dije que nunca menos de 100 mil. Este perro es fuera de serie".
El papel era una mala fotocopia, donde aparecía en gloria y majestad el perro en cuestión, irradiando esa vitalidad inocente y nerviosa propia de los perros jóvenes.

Yo sabía que si abría la boca y seguía la conversación, no habría forma de parar el entusiasmo de mi conductor. Con un poco de temor, y consciente de que en cualquier caso la carrera no era tan larga, le pregunté por la raza de su perro.

"Es un pitbull", dijo con orgullo. "Pero es una variedad, más flaco, más liviano, aunque súper musculoso. El perro vuela".
Quizá quiso decir que el perro corre rápido, pensé. Con tan poco peso y con una buena musculatura, probablemente sería un campeón en las pistas de un canódromo, aunque admito que no sé si existe algo así en Chile. Me lo imaginaba recibiendo apuestas por el perro, una especie de mafia que funciona sólo un día de la semana, y que lo del taxi lo hace para matar el tiempo entre carrera y carrera. Quizás eran todas fantasías mías. Igual ya me había picado la curiosidad.
"¿Cómo es eso que vuela?". Pregunté en un semáforo rojo.
Tal vez lo descoloqué con la pregunta, porque se tomó algunos segundos para examinarme de nuevo. Quedó como pensando si valía la pena contarme a mi, su pasajero anónimo, sobre las proezas de su mascota. Su celular lo sacó del ensimismamiento. Los acordes polifónicos de la cumbia "Haciendo el amor - toda la noche" repicaron penetrantes desde el aparato.
Por lo que pude entender de la conversación (de cuya audición no hubiera podido sustraerme aunque hubiese querido), finalmente le ofrecían 100 mil por la cruza. Colgó con una sonrisa de satisfacción.
"Ve? Si este perro es un campeón", repitió. Y ya decidido a compartir su alegría conmigo, me dijo, mientras aceleraba frente a la Estación Mapocho: "este yo creo que va a romper todos los records".
"De velocidad?"
Su sonrisa se hizo aún más amplia.
"No, de salto alto".
No sabía si reirme o no. Era broma, o estaba hablando en serio?
Como ya íbamos pasando frente al Parque Forestal, me dijo: "ve esos árboles? el domingo pasado lo trajimos aquí con un amigo mío y lo hicimos saltar por sobre una cuerda que atamos entre esos dos árboles. Al principio partimos en un metro, luego fuimos subiendo y cuando ya íbamos en cuatro metros y medio, no lo podíamos creer!".
"Es realmente increíble!" repliqué, ya con cierto interés, aunque para mis adentros me parecía que era como esas cosas que aunque extraordinarias, no tienen absolutamente ningún sentido.
"Y espérese no más", continuó. "El próximo domingo lo vamos a llevar al torneo, lo estamos entrenando y esperamos que salte por sobre los cinco metros y medio!".
Estiró de nuevo el brazo hacia la guantera y sacó un segundo papel, esta vez un poco mejor producido, aunque aún no fuera más que una fotocopia artesanal. Era el volante del concurso al que presentaría al campeón.
Ya estaba cerca del lugar donde tenía que bajarme. Para mi sorpresa, antes de darme la copia del volante, tomó un lápiz, mientras yo sacaba la plata para pagar la carrera, y anotó sus datos, número de celular, y su nombre. Me dejó invitado al evento, y me dijo que es importante que vaya gente, porque así se sabe más del negocio y además es un espectáculo increíble, en sus propias palabras.
Me bajé del taxi agradeciéndole la invitación. Y mientras caminaba a hacer los trámites que tenía programados, pensaba en la posibilidad de ir, de pura curiosidad. Ganaría la prueba? tal vez el perro terminaría amurrándose y se negaría a mover ni uno sólo de sus elegantes músculos de los que su dueño estaba tan orgulloso. Tal vez, por el contrario, se llevaría todos los honores y los premios, y sería el inicio de un gran negocio de cría de perros campeones, tal vez mi taxista estaba a punto de convertirse en un exitoso empresario de un campo tan extraño como los perros saltadores.
Pero más que eso, me quedó una sensación de extraña alegría. Me di cuenta de que las ciudades tienen esto, y lo ofrecen a gritos: la infinidad de realidades tan distintas que comparten un mismo espacio de calles y edificios. Que a veces uno está tan perdido en las rutinas y en las caras conocidas que olvida que el mundo es un lugar enorme, lleno de historias, y que a veces la suerte abre una ventana y le permite a uno conocer, aunque sea en diez minutos, los sueños y preocupaciones de otros, que a mi me pueden parecer extraños, pero que para el otro es el pan de cada día. En medio de mis cavilaciones, caminando de vuelta a mi oficina, me dejé llevar por la idea de que para muchas personas estas cosas son las que marcan la diferencia entre el éxito y el fracaso, entre la felicidad y la vergüenza, entre el reconocimiento y la condena de un conductor de taxi a la perpetuidad de su anonimato urbano. Aunque todo penda de un encuentro fortuito, de un perro, una cuerda y un vuelo mortal hacia un mundo en que todo puede suceder.

Friday, September 08, 2006

De nuevo la pastillita?

Un amigo mio me comentaba sobre las irregularidades que se producen en los procesos de adopción internacional. Según él, hay instituciones, generalmente vinculadas a la iglesia católica, que cobran cifras altísimas por el trámite, y que se enriquecen a costa de la ilusión de las parejas que no pueden concebir, y a costa de la felicidad y seguridad de los niños. Mi amigo llevaba el argumento a un extremo, diciendo que, dado que la existencia de niños abandonados alimenta el lucrativo negocio de las adopciones internacionales, sus posturas en contra del aborto y de los métodos anticonceptivos tendrían una motivación económica más que moral.

Probablemente esto es un poco exagerado, tiendo a desconfiar de las tesis tan rebuzcadas o donde hay una conspiración masiva y espectacular. Todo el discurso de los curas en contra del aborto sólo para cobrar más por las adopciones? es un poco inverosímil para mi gusto.

Sin embargo, debo reconocer que me hizo pensar en esa vieja linea de razonamiento en que uno se preguntaba qué lugar le cabría a la iglesia católica en un mundo sin pobreza, sin enfermedades, sin ignorancia. Tendrían la misma utilidad los curas en la población, cuando ésta sea educada y próspera? cuando ya no haya niños abandonados, cuando los viejos tengan un trato digno, cuando se acabe la pobreza y la marginalidad?

Tal vez sirva un par de ejemplos de países desarrollados que en buena parte han superado estos problemas: pienso en Nueva Zelandia, donde desde un comienzo la naturaleza exuberante y la mentalidad trabajadora de los colonos les imprimió una vida esforzada de trabajo y sacrificios, pero no de hambre o marginalidad. Una sociedad abierta, donde hay libertad de pensamiento y donde no hay pobreza o indigencia, y que tiene una bajísima presencia de las iglesias como actores relevantes de la vida nacional. En un país así asisten a misa sólo aquellos que por opción personal, buscan los ritos y cultos, de rezos y ostias. Los curas se limitan a dar su opinión sobre temas morales dentro de las iglesias. Sus opiniones no pasan la puerta del templo.
Y en Chile? La iglesia por un mandato que le da el peso de la noche, levanta su voz en múltiples debates, donde lo que importa es la voluntad popular por una parte, pero también el bienestar material de la población, sin más miramientos que los principios de igualdad, justicia social y democracia. Para emplear un lenguaje bíblico, se sienta a la mesa de una casa donde no ha sido invitada.
El tema de la píldora del día después me despierta todas mis aprehensiones anticlericales, donde con tal de salvar el principio teológico de que la vida y la concepción no deben ser obstruidas por obra humana, se impide que las jóvenes del país tengan acceso a soluciones efectivas (o que al menos ayudan) a problemas tan graves como el embarazo adolescente y los niños no deseados.
Es de todos sabido que este problema es muchísimo más grave entre los segmentos más pobres de la población. Aquí el hacinamiento, la falta de privacidad y las condiciones de vida más precarias contribuyen a un inicio temprano de la actividad sexual. Y por supuesto, como la introducción de métodos de control como el preservativo está aún lejos de tener un uso masivo, los embarazos de menores de edad es pan de todos los días.
Ciertamente esta es la mejor receta para perpetuar la pobreza y la marginalidad. Los hijos nacidos en hogares de bajos ingresos probablemente tendrán una infancia triste, con una escolaridad siempre escasa, de mala calidad y siempre en peligro de terminar incompleta. Esto sin mencionar la alimentación insuficiente y las penurias propias de la escasez de medios.
Una feligresía pobre e ignorante es el mercado perfecto para la iglesia católica. Con menos educación tienen menos capacidad crítica y menos tiempo para cuestionar sus preceptos dogmáticos. Una población apremiada por las injusticias de la sociedad es mucho más propensa a apoyarse en una institución que le promete una vida mejor después, en el más allá. Que el sufrimiento en este mundo será compensado por la gloria de vivir en el cielo. Que Dios sabe mejor que nadie que somos buenos y que tenemos que poner la otra mejilla, sin importar de dónde venga la bofetada, o si ésta es merecida o no.
Mi amigo hubiera dicho que la oposición a la pastilla del día después se explica en el fondo por el interés de la iglesia católica de perpetuar la marginalidad, de asegurarse una feligresía tan ignorante y pobre como fiel y sumisa.
Yo no estoy de acuerdo. Es cierto que las opiniones que hemos escuchado estos días de parte de la jerarquía eclesiástica son como siempre un lastre en el desarrollo social de Chile. Yo no creo, sin embargo en una teoría del complot. Simplemente creo que en pos de defender el dogma, de proteger el discurso papal y de conservar su poder social, todas las consecuencias de sus palabras, es decir, más pobreza, más ignorancia, más marginalidad, simplemente, NO LES IMPORTA.
Bienaventurados los pobres de espíritu? los que tienen hambre y sed de justicia?....

Monday, September 04, 2006

El inicio de mi carrera artística

Y algún día tenía que pasar. Finalmente mi banda tocó en público, si bien en un acto de colegio, muy de bajo perfil, había alrededor de 200 personas. Todos mis compañeros estaban sobreexcitados. Sólo los días anteriores, en nuestras conversaciones previas, supe que sólo uno de los cinco tenía más de una presentación pública en el cuerpo. Y no era yo.
El programa (convenientemente negociado por nuestro baterista) decía que nosotros abríamos un show que contendría unas 8 bandas, todas las cuales compuestas por alumnos del colegio. Menos nosotros claro, que ya llevamos unas buenas temporadas como egresados de la enseñanza media.
El pánico cundió en la banda al asumir que los jóvenes eran genios talentosos, que nos iban a dejar en ridículo. Si tocábamos primero (razonábamos en emails los días previos), al menos podríamos huir entre los abucheos correspondientes, tal vez dejando atrás toda dignidad, pero salvando la integridad física.
En esas condiciones nos juntamos a ensayar algunas horas antes del concierto. El ensayo estuvo plagado de errores, discusiones, tensión. El segundo guitarrista venía llegando de un viaje y estaba con un jetlag que se le notaba en la cara (no tanto en los dedos, por suerte). Pero ya era tarde para echar pié atrás, así que nos encomendamos a todos los santos (ya que hasta donde sé, los rockeros no tienen aún un patrono) y metimos los instrumentos al auto y partimos.
Yo me había logrado escapar de la oficina, con el costo de no haber almorzado. Estaba con un hambre que me apretaba el estómago. A la salida del salón donde tocábamos había un puestito donde dos niñitas escolares que trataban por todos los medios de parecer adolescentes vendían comida chatarra en bolsa. Me engullí dos paquetes de lo que en mi época se llamaban Chesters, reinventados para una nueva generación. Nuevo nombre, mismo sabor, misma saturación de grasas indigeribles.
Con ese nivel de lípidos en el sistema, ya todo me parecía fácil de hacer. El baterista, hecho un nudo de nervios, me dijo en un momento que lo más digno era decir que uno de los integrantes se había enfermado repentinamente y que mejor nos retirábamos antes del superlativo ridículo que estábamos apunto de autoinferirnos. Tomó un poco de esfuerzo convencerlo de que nos quedáramos. Por suerte empezaron a ofrecer copas de vino para los apoderados. A quinientos pesos el vaso, podría haber complementado perfectamente la dosis de grasas ingerida, pero tuvimos que pasar a la prueba de sonido.
Y aquí tuvo lugar el momento mágico. La epifanía. Con muy buenos amplificadores, en una sala de buena acústica, nos pidieron que tocáramos algo. "Cualquier cosa" dijo el tipo detrás de la mesa mezcladora. Escogimos la primera canción que teníamos para el repertorio. El primer acorde sonó tan bien, tan profesional, tan lleno, que yo sentí que los siete temas que habíamos preparado nos iban a quedar cortos.
La gente iba llegando de a poco. Muy de a poco. Dos estudiantes vestidos con ternos que les quedaban grandes fueron al escenario y trataron de entretener al escaso público. En ese momento la excitación nos hizo decidir subir al escenario y tocar lo antes posible. El guitarrista con jetlag y el baterista enervado hacían presión para que partieramos de una vez. Por último si nos iba mal, argumentaban, las 20 personas presentes no eran suficientes para conformar una turba linchadora. Nos defenderíamos.
Así lo hicimos. Hablamos con los púberes presentadores y luego de unos minutos, Fuimos detras del escenario, donde una cortina ocultaba nuestros nerviosos preparativos. Finalmente nos anunciaron. "Con ustedes... Viejos y Mañosos!!!". Para mi sorpresa, en esos minutos (que tal vez fueron más de lo que yo podía darme cuenta) el salón empezó a llenarse, y ya se podía decir que había una "audiencia".
Aquí una disgresión para los que nunca han estado en una situación así: de noche, con iluminación directa, la luz que ilumina al artista le da en la cara, por lo que está casi totalmente encandilado para ver más allá del escenario. Lo que se veía eran las siluetas de cabezas que conversaban y que llenaban ese espacio informe y oscuro para el cual estábamos tocando.
La primera canción (que sabíamos que sonaba bien) salió perfecta, pero hasta que el último acorde empezó a apagarse, era como un ensayo más.... hasta que cayeron los aplausos y las demostraciones espontáneas de que la cosa estaba gustando.
El resto del repertorio fue como un continuo del cual no me acuerdo mucho. Salió todo a pedir de boca, con un par de errores, pero que probablemente sólo nosotros pudimos notar. Y las ovaciones no se dejaban esperar. De hecho por ahí por la cuarta canción la gente coreaba "otra, otra". De potencial turba pasaron a ser "nuestro amado público".
Cuando se acabó y tuvimos que dar paso a la banda siguiente nos picaban las manos por seguir. Tomamos nuestros instrumentos, amplificadores, y nos fuimos, ya mezclados entre el público. Todos sonreían. Todos los sueños de adolescentes de tocar como los ídolos, las ganas de tener el talento de los grandes, de dedicarse a la música y a los escenarios se reflejaban en esa sonrisa. Aunque fuera en un oscuro salón de colegio, con familias que no sabían mucho lo que estaban escuchando. Pero nos veían partir como los que tocaron y sonaron bien, los que hicieron canciones a partir de notas bien puestas en un tiempo armonioso. Los músicos se retiraban. Aficionados, pero músicos al fin.