Wednesday, July 19, 2006

Impresiones ñuñoínas

El fin de semana aprovecho de apagar el despertador y dormir un poco más. Mi reloj interno pasa de largo y me sorprendo abriendo los ojos de forma natural, recuperando la vigilia lentamente, como velos que se descorren sin prisa, mostrándome poco a poco el día que se abre sin más compromisos que vivir la vida y ejercer mi rol de ser humano.

Luego de levantarme, camino un par de cuadras y voy a la plaza Ñuñoa, con el diario bajo el brazo a tomar el primer café del día. La plaza está partida por la mitad por la Avenida Irarrázaval, como una incisión que la dejó para siempre dividida entre el paño sur, donde los niños se pasan del columpio a correr libremente entre el pasto y los senderos de maicillo, y el sector norte, donde la Municipalidad se levanta como la sede de un gobierno de juguete, aspirando a una solemnidad que no tiene, y que se esconde entre las ramas de árboles encorvados que susurran una conversación antigua sobre tranvías y casas patronales.

A esa hora del día está casi todo cerrado, los cafés y bares duermen la mona de una noche de juerga, de conversaciones gritadas y de encuentros fortuitos. Un señor de edad camina sin apuro frente a La Batuta, sin pensar o importarle que horas antes de su paseo bucólico hordas de jóvenes coreaban las canciones del grupo de moda, y conversaban sin fin, animados por el naciente fin de semana y por la cerveza.

El diario me trae un par de horas de paz y de agradable lectura en el café. Salgo y enfrento el viento fresco de la plaza, mientras me acuerdo que esta misma plaza que hoy luce tan quieta y provincial ha sido escenario improvisado de fiestas de año nuevo y presentaciones artísticas, donde no cabe ya un alma más, donde la mitad son mirones que pasan.

A media cuadra está Irarrázaval, una calle que como un río ha ido creciendo con los años, empujando a los peatones contra las fachadas de las tiendas y restaurantes. Algún día le quitarán sus aires de grandeza, le harán ver que no es más que una línea en la ciudad, y la amarrarán para siempre con una línea de ferrocarril subterráneo. Sólo así se dará cuenta de su vocación de calle principal de pueblo, de remedo parisino del tercer mundo, de paseo dominical sin pretensiones.

Por ahora, paseo. Ñuñoa tiene ese aire de barrio espontáneo, de encuentro de personas que simplemente querían un lugar donde vivir tranquilos. Ñuñoa es un espacio sin complejos, descomprimida de tantos males que afectan al resto de la ciudad. No es particularmente pobre. No tiene la opulencia y excesos de la riqueza extrema. No tiene grandes tacos en la mañana. Todavía subsisten los negocios familiares, como la quesería que está frente a mi casa. Todavía las tiendas de la esquina venden fruta fresca. Los grandes supermercados llegaron pero no han logrado eliminar la sensación de que uno puede abastecerse de lo básico recurriendo a servicios familiares, donde al cabo de un par de semanas de visitas ya se saluda por el nombre.
Caminando de regreso a mi departamento, con el diario ya leído, pienso que hay una fuerza extraña y centenaria que impide la llegada de los malls a ñuñoa, que desentonarían fatalmente con el ajetreo variado pero a la vez armónico de un barrio que se niega a dejar de ser lo que es, que se resiste a caer en un progreso mal entendido y que transforma poco a poco a la ciudad en algo cada vez más impersonal, cada vez más falso, cada vez más alejado de lo que necesitamos para vivir como personas libres, como hombres y mujeres felices.

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