Monday, November 02, 2009

Dolor en el parque

Luego de la maratón, de vuelta en el hotel, sentí frío. Sentí que mi cuerpo había quemado todas sus reservas de energía y que ahora era como una chimenea agotada, con cenizas inertes, sin nada más que quemar. Me di una ducha larga, tibia, que sin embargo no logró despertar los músculos de las piernas, que en pequeñas dosis anunciaban un dolor que me haría caminar con dificultad los días sucesivos.
Me vestí abrigado pensando en salir a caminar un poco por las calles de Amsterdam. De acuerdo a lo que había leido, es recomendable moverse luego de terminada una maratón, de tal forma que no sea tan brutal la diferencia entre el esfuerzo físico y el reposo.
Sin embargo, estaba brutalmente cansado. No en vano había corrido 42 km, una distancia que cabe expresar en cuatro caracteres, pero cuyas reales dimensiones desafían la imaginación de quien no lo ha hecho a pie, o corriendo.
Hasta la fecha yo había corrido sólo medias maratones. Una distancia (21km) que se me hacía larga, pero no imposible. Si el día está despejado y hay una buena temperatura, se puede considerar incluso un paseo agradable que tiene un inicio, un parte media y un final esforzado para conseguir un buen tiempo.
La maratón en cambio es otro cuento. No es el equivalente a dos medias maratones. Es más bien como una novela de 800 páginas con muchas historias dentro de la gran narración. Yo, como corredor aficionado, no puedo decir que la maratón que yo hice haya tenido un inicio, un desarrollo intermedio y un final.
En la habitación del hotel, tendido en la cama y vestido con ropas abrigadas para salir, pero ya entregándome a un sueño obligado, sentía como me caían en la memoria momentos del recorrido, sobre todo en los últimos 10km, cuando sentí que las piernas se negaban a seguir adelante.
Pensé también en el momento en que crucé el punto intermedio, y me di cuenta que cada paso que daba a partir de ese punto era un nuevo "record de distancia", una extensión que nunca antes había hecho en mi vida.
Hasta ese punto esta maratón fue como muchas otras carreras que he hecho. Los primeros kms me sentí bastante bien, e incluso consideré la posibilidad de hacer un tiempo más que aceptable, por debajo de las cuatro horas. En algún momento en torno al kilómetro 15 me encontré con los "conejos" de las cuatro horas, o sea, atletas que llevan globos que dicen "4:00" y que son los líderes del grupo de corredores que van por esa meta. Ellos me pasaron, con lo que deduzco que mi primer error fue partir demasiado rápido. Traté de seguirlos, pero en el km 18 me di cuenta de que mis fuerzas no me lo permitían, y que si empujaba demasiado para mantener el ritmo no terminaría la maratón.
A ese punto el recorrido nos sacó del centro de Amsterdam y nos llevó a un lugar bellísimo por las orillas del rio Amstel. Creo que fue el escenario más agradable de toda la carrera. Todo estaba ahí: el molino de viento (hecho rigurosamente de madera, lo que le daba además un aspecto de reliquia histórica), los tulipanes, los patos nadando en el río, las colinas suaves y ondulantes de un verde otoñal.
Al aproximarme a la mitad de la carrera, y con los conejos de las 4 horas ya fuera de mi rango de vista, comenzaron definitivamente las incomodidades musculares.
Recuerdo que en el liceo las pruebas de resistencia no superaban la media hora, y que aún considerando que a los 17 años uno debiera estar predispuesto a superar con éxito este tipo de pruebas, yo no tenía la condición física suficiente. En el kilómetro 23, imbuido en este tipo de pensamientos, me pregunté si lo que estaba haciendo ahora, cuando tengo más del doble de esa edad liceana, no sería una locura de la que tendría la oportunidad de arrepentirme.

"Yo soy un aficionado a correr, y nunca he pretendido ser más que eso", me respondía mientras miraba el reloj y veía que el cronómetro corría inclemente, también marcando tiempos a los que él nunca antes había llegado. Seguramente Abebe Bikila le daría una gran depresión si estuviera corriendo tan lento como yo, pero yo no soy él ni tampoco hago esto por ganarme la vida, sino como diversión. Pasarlo bien también es parte de la satisfacción, no sólo romperme las piernas para llegar a la meta con un tiempo decente.
En el kilómetro 30 recordé cuando había comenzado a correr con regularidad, en las frías calles de Wellington, hace diez años. En ese tiempo mi circuito era de sólo 3 kilómetros, que (admito) terminaba con dificultad. Desconocía todo sobre zapatillas de corredor o de técnicas de respiración. Volví a Santiago y corrí por Ñuñoa asiduamente, un recorrido de 5km seguido de una hora de gimnasio. Es tal vez la única vez en mi vida que realmente he entrenado bien, mezclando resistencia y potenciamiento muscular. Recordé que interrumpí esa preparación luego de llegado a Italia.
Y lo recordé con dolor. Un dolor que comenzaba en la cintura y se extendía como una cascada de espinas por las caderas y las piernas. Llegué al kilómetro 32 a la parte menos turística del recorrido por Amsterdam. Un sector industrial de avenidas anchas, ausente de grupos de apoyo que dieran ánimo a los solitarios corredores. Y donde todo lo que se escucha son los pasos de los otros atletas. Las zapatillas de cientos de personas sobre el asfalto, cada uno en su propio empeño. Y sus quejidos de esfuerzo.
Decidí no hacerme el valiente y pare varias veces a elongar. Debo haber tenido una expresión de mucho dolor, porque en una de esas un tipo que iba pasando me preguntó en inglés si estaba bien, y después me ofreció una galleta de un paquete del que él estaba comiendo. Decliné la oferta de galletas, y me puse de nuevo en marcha.
Hasta ese momento había reinado un clima agradable, con bastante sol y con temperaturas ideales para correr, en torno a los 15°. Sin embargo, cuando mi cansado cronómetro marcaba más de tres horas y media, y con aún diez kilómetros por delante, el cielo comenzó a nublarse y la temperatura comenzó a caer.
Tendido en la cama del hotel, y ya recuperando el calor que me invitaba a abandonarme al sueño, recordé los últimos kilómetros. Mucho se habla de la "muralla" de los 30 km, como un límite que algunos no pueden superar. Como si la condición humana no permitiera ir más allá, y sólo un entrenamiento constante pudiera superar esa pared que nos impone nuestra naturaleza.
Para mi en cambio fue más bien como una lenta agonía, que fue haciéndose más lenta a medida que me aproximada a la meta en el estadio olímpico de Amsterdam. Los últimos kilómetros son una prueba de orgullo, fortaleza y capacidad de seguir adelante. En el kilómetro 38 se entra en una zona bellísima, en el VondelPark, que es un parque tan bien cuidado que es realmente un lugar ideal para correr. Pero yo estaba a punto de caer de cansancio, las piernas no me respondían y tenía que parar cada 800 metros para elongar. Ya ni siquiera traspiraba. Estaba como detenido en el tiempo, como luchando contra una corriente en un río que me empujaba hacia atrás todo el tiempo. Esa fue mi "muralla". En un momento sentí el miedo de no ser capaz de terminar la maratón. Pero el miedo se disipó rápidamente cuando pensé que sólo me quedaban algunos kilómetros, y sobre todo pensando en todo lo que ya había corrido, que después de 38 kms no podía abandonar.
Empujé a través del parque con lo poco que me quedaba de elasticidad muscular. Las piernas no me permitían dar grandes zancadas, así que avancé a un paso lentísimo hasta salir del parque y enfrentar los últimos 1500 metros. Ya era un terreno conocido. Podía adivinar dónde estaba el estadio y me di cuenta de que ya quedaba muy poco, y amaneció en mi la seguridad de que iba a terminar la maratón, de que había un fin a esta agonía.
Miré el reloj. Marcaba cuatro horas y treinta y cinco minutos. Me propuse terminar con cierta dignidad y cruzar la meta corriendo, aunque fuera a un paso lento, casi como una caminata rápida. Lento, muy lento. Luego mirando la excelente información que proporciona la organización de la Maratón, pude ver que esos últimos pasos los hice en el tiempo más lento en que he corrido jamás: 18 minutos para dos kilómetros.
En ese momento no me importó ni me di cuenta. Porque realmente iba lo más rápido que podía, y porque no me quedaban más fuerzas para dejar en el asfalto que pisaba. Un pie delante del otro. Y así sucesivamente.
De pronto, el estadio apareció frente a mi. Entré con ese ritmo lento pero constante, y corrí los últimos 200 metros con un gran dolor que me apretaba la cintura y las piernas.
Crucé la meta luego de cuatro horas y cuarenta y seis minutos de esfuerzo, con un cansancio profundo que finalmente desahogué con los brazos arriba, y con ganas de llorar de la emoción de haber hecho lo que hice, correr una maratón, una distancia absurda, con murallas sicológicas que hacen a muchos abandonar la carrera, de un temor genético a ir más allá de las propias capacidades. Mentiría di dijera que nunca tuve miedo. Porque lo tuve. Sin embargo, yo estuve ahí, traté de hacerlo y bien o mal, lento o rápido, lo hice.
Con ese nudo en la garganta, y rindiéndome finalmente al cansancio dulce, me quedé dormido.

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